jueves, 1 de marzo de 2007

Murphy

quizás no sea esl espíritu del blog, es un poco largo, pero acá va de todos modos, sin editar, eso sí. Mandinga Digital es verborragia pura. Que venga un Gurú editor y me lo explique.

Llegué a la parada. Pregunté y recién había pasado el 427, entonces me senté en el murito a espaldas del complejo a esperar. Me entretuve mirando a las personas que esperaban conmigo: un abuelo ( o papá ?) con un niño de unos tres años que preguntaba, una mujer madura bien vestida que llevaba una boletera de estudiante se sentaba a mi lado, mandó a una pareja de chicos a comprar medio kilo de sandía al puestito de enfrente. Así transcurrieron los minutos, mientras intercambiaba miradas con el abuelo canoso de pelo largo que iba de bermudas y remera sport, como quien sabe supiera que ésta es su época, como si se sintiera bien sintiéndose joven sin ocultar sus canas ni su cara de piel curada por el tiempo. Así me quedé sentado mirando a la chiquilina que venía con el brazo del pibe con una media sandía en la mano, muy frescos y veraniegos ellos, a mostrarle a la mujer bien vestida que habían vuelto con media sandía, no medio kilo, y que volvían al apartamento a comerla, sonrientes todos. Yo tenía hambre, aunque me había comido un alfajor hacía un rato ya. Huelo el inconfundible aroma de las tortas fritas, que venía de la vereda de enfrente, y esto es crucial: el puesto estaba enfrente. Miré hacia el puestito y tardé un minuto en decidirme. Fue entonces cuando sucedió.

Más tarde ya en el ómnibus no podía parar de pensar en lo extraordinario de mi descubrimiento, comenzaba a vislumbrar cómo toda la estantería se desmoronaba, cómo la plataforma fundamental en la que descansa toda la ciencia y el sentido común, la lógica, la razón, y cualquier caso particular de la Ley de las Cosas que nos permite encontrar un sentido y movernos seguros en este mundo, confiados de que las Cosas son de Una Manera. Al principio soñaba con la fama, con el Nobel (El Nobel, todos los premios Nobel juntos, no podía ser sólo el de física, pues aquello parecía tan extraordinario que trascendía fronteras científicas, era verdaderamente universal), galardón que desde que entré a facultad mis amigos me vaticinaron yo ganaría algún día. Imaginaba cómo mi demostración originaría una nueva revolución en la forma de ver y analizar la realidad, e inocentemente, imaginaba todo aquello como bañado de luz, brillante futuro de la humanidad en que un nuevo amanecer raya el horizonte. Aquel evento, pensaba yo, traería felicidad y prosperidad al mundo, al liberarlo de la maldita Ley de las Cosas que todo lo sustenta, que todo lo ampara, madre de todas las Leyes, Axioma último de la vida.

Por suerte, aquel éxtasis duró poco menos de media hora. Durante el viaje en el ómnibus se fue diluyendo, se fue mezclando con mis pensamientos acerca de mis compañeros de viaje. Enfrente tenía al abuelo/papá viejo/joven que sentaba en su falda al niño, intercambiamos miradas varias veces. Él intuía que algo estaba pasando en mí, yo creo que debe haber sido fácil leer en mi cara los signos de mi extático delirio. Yo tenía ganas de escribir, o mejor aún, de hablar en voz alta todo lo que iba pensando acerca de las implicancias de mi descubrimiento, que siempre resulta una lo más difícil de hallar en un descubrimiento. Pero era consciente de que si lo hacía, tendría la atención de todos mis compañeros de viaje, que estaban dispuestos como en una peña, había a mi lado y a mi frente, como si la parte de atrás del ómnibus fuera una pequeña ronda donde nunca nadie cuenta nada, y cada uno mira para su lado. Y no quería eso. No sólo porque me mirarían, me escucharían y pensarían que estoy loco y entonces trataría de ignorarme no mirándome, sino porque serían incapaces de hacerlo en primera instancia. Todos tenemos tan incorporado el hecho de que uno habla solo en voz alta sólo cuando está solo. Y esto no se debe sólo al miedo a ser considerado un loco, sino a que en ciertos ámbitos públicos y anónimos como un ómnibus, o peor aún, un ascensor (el colmo de la distante cercanía) es imposible hablar solo en voz alta sin pasar a ser el centro de atención de todas las personas. Y no es una atención trivial o fugaz, como quien se da cuenta de un carraspeo, una sonada de nariz, sino una violenta sacudida atencional, un choque entre lo esperable y lo que sucede que es tan fuerte a veces que la gente se desespera, entra en pánico, se altera, se le eriza la piel y los pezones, tiene náuseas, mareos y convulsiones, y en algunos casos extremos llegan a contárselo asombrados a alguien más. Para evitar todo esto y poder hablar tranquilos en soledad, es que se inventó el celular. Aunque aún así, si se pretende descansar de la tensa atención de los demás, debemos fingir que mantenemos una conversación con alguien, y eso a veces cuesta trabajo y genera ansiedad.

Por suerte, no compartí con nadie mis divagues acerca de la refutación de la Ley Máxima de las Cosas, o mejor dicho, la prueba de que no es inevitable, y que se puede hacer trampa. Tonta figura, lo acepto: no se puede hacer trampa nunca, no es que haya una ley que quebremos, es que no hay tal ley. O si la hay, pero no la conocemos en su totalidad e ignoramos el inciso j que habla de las excepciones.

Por suerte, porque si había alguien capaz de comprenderme, acaso quizás el abuelo (intuí que él comprendía bien algunas cosas), me hubiera tomado por los brazos y sacudiéndome me hubiera dicho “Insensato!!! Estás tan ebrio que no ves el precipicio que estás a punto de socavar!!!! Despierta de tu narcótico idilio, y fíjate en lo que el Destino ha puesto delante de ti!!!

Pero eso lo entiendo ahora, que ya es tarde y tengo sueño, y veo las cosas de otra manera. Es ahora cuando logro ver que mi descubrimiento arrojaría a los hombres a una época de oscuridad de la que difícilmente se pudiere jamás salir. Nunca una afrenta, una rasgadura en el manto omnipresente de La Gran Ley podría ser reparado, para desesperación de todos. Una grieta en el sistema de respaldo de nuestra manera de pensar y sentir descubriría una infernal y enceguecedora luz atroz que nos avasallaría al mostrarnos un abismo de infinitas posibilidades, de insondables universos en los que jamás podríamos para navegar con nuestras brújulas y mapas de juguete.

Creo que ahora hice clic en mi cabeza: no hubo tal descubrimiento, fue sólo una casualidad que en el justo momento en que me incorporara plenamente decidido a cruzar la calle a comprarme una torta frita, apareciera en la esquina el 427 Paso de la Arena.